domingo, 31 de enero de 2016

António Lobo Antunes


Once y siete de la noche, levanto la cabeza hacia la ventana de la cocina y veo, repetido en el cristal, a un hombre que escribe sentado a la mesa, con una de sus manos en el papel y la otra en la frente. En la encimera, naranjas, frascos transparentes que brillan, un frasco oscuro entre los frascos transparentes(¿qué tendrá dentro?)y a mi alrededor y a través de mí luces de casas, árboles negros, la lluvia que multiplica los movimientos y les cambia el color, ora azules, ora amarillos, ora casi rojos. Ahora es la mano que sujeta la pluma la que recorre la frente con los dedos, despacito. Vuelvo a escribir y el hombre escribe también. Yo escribo esto. Él, aunque me imite en todo, juraría que escribe cualquier otra cosa. ¿Qué? Poniéndome en su lugar, supongo que imagina que soy yo quien escribe cualquier otra cosa. Probablemente, ninguno de nosotros escribe esto. Probablemente ambos escribimos cualquier otra cosa. ¿Cuántos seré?
No sé si os parecerá extraño lo que voy a decir, pero hay momentos en que siento junto a mí a las personas que han muerto

Automóviles en el viaducto, con faros que se duplican en el asfalto mojado. Los faros de los automóviles, redondos; los faros en el asfalto húmedo, alargados. Me rasco la cabeza, el hombre se rasca la cabeza. Intento no mirarlo.No sé si os parecerá extraño lo que voy a decir, pero hay momentos en que siento junto a mí a las personas que han muerto. Un peso de presencias como cuando sabemos, por un pálpito, en la espalda, que nos observan al pasar. Nos volvemos y es verdad: ahí hay una cara fija en nosotros que se desvía enseguida. La cara de un extraño o de una extraña que no volveremos a encontrar. Hay momentos en que da la impresión de que las cosas repiten mi nombre. ¿Qué harán las personas que han muerto cuando no están conmigo? ¿Cómo logran adivinar que estoy aquí?Cuando una persona escribe, todo se vuelve tan extraño: caminamos solos en un desierto de voces, de recuerdos que no nos pertenecen, de deseos ajenos. Dos más dos no da cuatro, da veintidós. Dostoievski afirmaba que dos más dos cuatro es una pared. Cuando una persona escribe, se instala en ella otra lógica que nos asusta. Al dejar el trabajo para el día siguiente, se tarda en volver al mundo de los otros, donde hay grifos, impuestos y periódicos. En el tejado contiguo al mío, un gato bajo la lluvia. Acaba encontrando refugio junto al canalón.Dentro de poco acabo esto, junto los folios y me levanto. Los golpeo sobre la mesa para emparejarlos. El António Lobo Antunes del reflejo golpea los suyos en el cristal para emparejarlos. Cuando se publique la crónica, ¿cuál de las nuestras saldrá?Doce de la noche y diecinueve en el reloj redondo. Hoy, el viento ha sacudido los árboles toda la tarde. Un mendigo viejo y una gitana con su hijo en brazos pedían limosna junto a un semáforo. El marido de la gitana echó al viejo. El viejo se acuclilló bajo la arcada de un edificio rezongando. Usaba una chaqueta sorprendente, a mitad de camino entre el oficial de Marina y el portero. Y pantalones galoneados. En una de las rodillas un remiendo con una tela diferente. Botas destrozadas. Un anillo en el pulgar. El marido de la gitana, en cambio, tenía una dignidad de embajador asirio. Los conductores de los automóviles ante quienes se inclinaban podrían ser sus criados. La gitana con el hijo en brazos desentonaba al lado de esta pareja de aristócratas: delgaducha, fea, con un defecto en el labio. El agua se le escurría del pelo, de la nariz, de la frente. Si siguiese lloviendo, las facciones se le escurrirían también y quedaría vacía. El viejo navegante fumaba como quien bebe zumos con pajita, hacía caer la ceniza con la uña veterana. Comienzo a luchar contra el sueño para acabar este texto. Es el reflejo el que abre la boca, no yo. Además, se parece cada vez menos a mí, me hace acordar al individuo con el que me encuentro por la mañana lavándose los dientes, todo párpados y sin afeitar, observándose a duras penas o instalándose en el bidé, sin quitarse el pijama, con la intención de seguir durmiendo. Abro la ducha para despabilarlo: allí está él, de pie detrás de la cortina, mirando el jabón y preguntándose-¿Para qué sirve esto?El jabón resbala en la bañera. Intenta cogerlo con el pie, atraerlo hasta el borde sin dejarlo caer, en una operación laboriosa. El jabón se asemeja a un caramelo gigante. Pensándolo bien, tal vez sería mejor publicar la crónica del hombre reflejado en la ventana de la cocina. Ninguno de los dos repara en el otro, él allá y yo aquí, imitándonos. Cuál de los dos entregó la moneda a la gitana que ni siquiera dio las gracias, la escondió luego en una especie de chal y salió de carrerilla bajo la lluvia hasta la marquesina de la parada del autobús donde un señor con gabardina fingió no verla, preocupado por una mancha en la manga, frotando, frotándola. En la encimera de la cocina, naranjas, frascos transparentes que brillan. No sé por qué motivo hay una rosa en un vaso. Medio seca, pobre, las hojas del tallo pálidas, los pétalos que poco a poco se ennegrecen. La cabeza de la rosa va inclinándose, inclinándose, acercándose a la mía. Ya no huele. Ningún automóvil en la calle. El gato ha desaparecido. Me llevo los folios y, al llegar a la puerta, me doy cuenta de que el hombre del reflejo sigue escribiendo. Publiquen su crónica y tiren ésta. De todos modos, no llegaré a terminarla.

viernes, 15 de enero de 2016

Paul Auster


Simplemente haberme detenido.
Como si pudiera empezar ahí 
donde mi voz se detuvo, yo mismo
el sonido de una palabra
que no puedo pronunciar
Tanto silencio hacer que nazca
en esta carne pensativa,redoble
de tambor de las palabras
adentro, tantas palabras
perdidas en el ancho mundo
Adentro de mí , y así haber entendido
que a pesar de mí
estoy aqui

Como si fuera el mundo.

lunes, 11 de enero de 2016

Conversación entre el carpintero Zimmer y el escritor Gustav Kühne - Friedrich Hölderin



Kühne: Se habla de una historia de amor.
Zimmer: Créame. No es así, en absoluto. Una vez cumplidos los treinta, el amor ya no
trastorna la cabeza. La causa de todo es su manía de saber y no la dama de Frankfurt. ¿Me mira usted con asombro? Ustedes, los de ahí abajo, tienen una idea equivocada de nosotros los suavos. Ustedes creen que no nos volvemos razonables antes de los cuarenta años. Pues bien, no; todo lo contrario. No hay suavo al que el amor le haga perder la razón una vez que tiene treinta años a la espalda...
Hay que tomarle como a un niño y entonces es dulce y amable... En tiempos yo le llevaba a
los viñedos. Me jugó toda clase de malas pasadas. En la actualidad se pasea solamente por el jardín. Se levanta con el sol. No puede soportar quedarse en casa y se va a pasear al jardín. Golpea el vallado, coge hierbas y flores, hace ramilletes y después los destroza.
Kühne: Los poetas alemanes no hacen otra cosa en toda su vida. Ninguno de ellos lo ha
hecho mejor.
Zimmer: Todo el día está hablando en voz alta, haciéndose preguntas y respondiéndose —
todo el tiempo—, y sus respuestas rara vez son afirmativas. Tiene un fuerte espíritu de
negación.
Kühne: Es la suerte que nos espera a todos cuando envejezcamos.
Zimmer: Cuando está cansado de haber andado se retira a su cuarto, declama al vacío con la ventana abierta, no sabe cómo desembarazarse de su gran saber. A veces se sienta a su espineta y toca durante cuatro horas sin cesar, como si quisiera hacer salir hasta la última brizna de su saber. Y siempre el mismo tono monótono, la misma cantilena, que uno ya no sabe dónde meterse en toda la casa. Tengo que dominarme con todas mis fuerzas para que no me estalle la cabeza. Pero por otra parte a menudo toca muy bien. Lo único molesto es el ruido de sus uñas demasiado largas. Es toda una batalla cortárselas... Cuando aún vivía su madre, le reprendí y le dije que estaba muy mal por su parte no pensar más en ella; y entonces reaccionó y le escribió una carta. Sus cartas eran completamente claras y como es debido, como escribiríamos usted y
yo: «¿Cómo te va, querida mamá?» y todo lo demás. Es verdad que una vez terminaba su carta diciendo: «Adiós, tengo estremecimientos, siento que debo terminar».
Kühne: ¿Aún escribe versos?
Zimmer: Casi todo el día...
Voy a advertirle una cosa. Usted habrá oído hablar de su hábito de otorgar títulos a todos los extraños que se le acercan. Es su modo de mantener a la gente a distancia. No hay que
confundirse, es un hombre libre a quien no le gusta que le pisen. Siempre está repitiendo:
«Nada ha de sucederme». Cuando empieza a estar harto y quiere irse, es suficiente que se le diga: «Quédese usted un poco más con nosotros, señor Bibliotecario». Puede usted estar seguro de que cogerá su sombrero, se inclinará profundamente y responderá: «Su Majestad ha ordenado que me vaya». De esta forma da a la gente lo que pueda desear, permaneciendo él libre.
Mire, cuando abruma a alguien con tantos títulos, es su modo de decir: «Déjeme en paz»... Pero aquí está... Hoy está de muy mal humor. Dice que desde esta mañana la fuente de la sabiduría está envenenada y que los frutos del conocimiento son sacos vacíos, engaños, ¿no? Se habrá usted fijado que estaba sentado sobre el manzano, rompía las ramas muertas y quitaba las hojas secas. Muchas veces sus palabras confusas encierran mucho sentido.

de Poemas de la locura de Friedrich  Hölderin